En su Opus 47, Ludwig van Beethoven, da a conocer la sonata para violín y piano n.o 9, más comúnmente conocida como la Sonata de Kreutzer. Esta obra fue de gran trascendencia a nivel artístico, ya que inspiró al famoso pintor René Prinet y al escritor que hoy nos reúne, León Tolstói, entre muchos otros; su influencia más recientemente ha llegado hasta el ballet.
Sin embargo, esta pequeña reseña trata sobre el libro que lleva el mismo título que la sonata n.o 9 de Beethoven, una obra de talante moralista por antonomasia, revolucionaria y única a la hora de tocar el tema de la sexualidad. Su carácter revolucionario llegó a ser tal que la obra fue censurada y prohibida tanto en EE.UU. como en la Rusia natal del autor.
Probablemente esta pequeña narración quede eclipsada por las más conspicuas obras del mismo autor (Ana Karenina & La Guerra y la Paz), no obstante es digna de atención y tiempo. Para mi sorpresa, Tolstói hace una lectura sobre el rol femenino en su sociedad (Rusia Zarista al final del siglo XIX) que es digno de análisis; aún sin compartir muchas de las declaraciones del afamado escritor, debo admitir que sus afirmaciones son sorprendentes.
El tema es la sexualidad, y más precisamente la abstinencia sexual. Un hombre narra después de una relativamente extensa introducción, el por qué del asesinato de su esposa, llevado a cabo por sus propias manos. Como ya se dijo, es un tratado moralista, con opiniones poco frecuentes, las cuales deben ser leídas a la luz de la biografía del escritor – por la naturaleza de este artículo no se llevará a cabo la nota biográfica – para poder desarrollar cierta empatía de esa que es tan importante previo a emitir un juicio.
Termino así el proemio y les dejo con dos fragmentos de la obra – uno más largo que otro – que defiende todo lo precedente y espero los incite a leer este gran libro.
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I
Ustedes afirman que las mujeres de nuestra sociedad tienen intereses distintos a los de las mujeres de las casas de lenocinio. Yo digo que no, y voy a probárselo. Si los seres difieren entre sí según el objeto de su vida, según su vida interior, eso debería reflejarse también en su exterior, y su exterior será diferente. Pues bien; compare usted a las miserables, a las menospreciadas, con las mujeres de la más alta sociedad; el mismo vestir, las mismas modas, los mismos perfumes, la misma desnudez de brazos, de hombros y de pecho, el mismo polisón, la misma pasión por las piedras preciosas, por los objetos brillantes y muy caros, las mismas diversiones, bailes, músicas y cantos. Las primeras atraen por todos los medios; las segundas también. ¡Ninguna diferencia, ninguna! En severa lógica, lo que hay que decir es que las prostitutas a corto plazo son generalmente menospreciadas, y las prostitutas a largo plazo, estimadas.
II
— ¿Se ha hecho usted cargo de que sólo de esto dimana ese poder de las mujeres, bajo el cual padece el mundo?
— ¿Cómo, el poder de las mujeres? —dije yo—. ¡Si los derechos están principalmente del lado de los hombres!
— ¡Si, sí, eso precisamente! —me interrumpió—. Eso es lo que yo quiero decir, y lo que explica el fenómeno extraordinario de que por un lado la mujer se vea reducida al último grado de humillación, y que por otro que impere. Así como los judíos con el poder del dinero se vengan de su servidumbre, así hacen las mujeres. "¡Ah! ¿Queréis que no seamos más que mercaderes? Como mercaderes, nos haremos dueños de vosotros", dicen los judíos. "¡Ah! ¿Queréis que no seamos más que objetos de sensualidad? Muy bien. Mediante la sensualidad, os doblegaremos bajo nuestro yugo", dicen las mujeres. La falta de derechos de la mujer no consiste en no poder votar o ser juez. Cosas que tampoco constituyen un derecho, sino en que no es igual al hombre en sus relaciones sexuales, en que no tiene el derecho de usar del hombre y abstenerse de él, el derecho de elegirlo, en vez de ser elegida. Dice usted que eso sería abominable. ¡Bueno! Entonces que tampoco el hombre tenga esos derechos. Pero el caso es que ahora la mujer está privada de este derecho que tiene el hombre. Y entonces, para compensar esta falta de derecho, actúa sobre la sensualidad del hombre, lo subyuga por la sensualidad, de modo que él sólo elige formalmente, pero en realidad quien elige es la mujer. Una vez en posesión de sus recursos, abusa de ellos y adquiere un poder terrible.
—Pero, ¿en dónde ve usted ese poder excepcional?
— ¿En dónde? Pues en lo que quiera, en todo. Visite usted las tiendas de una gran ciudad. Allí hay millones y millones; allí es imposible estimar la enorme suma de trabajo que se consume. ¿Hay algo para uso de los hombres en las nueve décimas partes de esas tiendas? Todo el lujo de la vida es exigido y sostenido por la mujer. Examine usted las fábricas. La mayoría producen adornos inútiles: coches, muebles, juguetes para la mujer. Millones de hombres, generaciones de esclavos, mueren destrozados por aquellos trabajos forzados, tan sólo por los caprichos de las mujeres. Las mujeres, a modo de soberanas, guardan como esclavos sujetos a un duro trabajo a las nueve décimas partes del género humano. Y todo porque se las ha humillado, privándolas dé derechos iguales a los nuestros. Y entonces se vengan explotando nuestra sensualidad y atrapándonos en sus redes. Sí, a eso se reduce todo. Las mujeres se han transformado a sí mismas en un arma tal para dominar los sentidos, que un hombre ya no puede permanecer sereno en su presencia. En el momento en que un hombre se acerca a la mujer, inmediatamente queda bajo el influjo de ese opio y pierde la cabeza. Desde hace mucho me sentía yo desasosegado cuando veía una señora bien aderezada, en traje de baile, pero ahora esa vista me causa pura y simplemente terror. Veo algo peligroso para los hombres, algo contrario a las leyes, y me dan tentaciones de llamar a un guardia, de pedir protección contra el peligro, de reclamar que se quite de en medio aquel objeto peligroso. Usted se ríe —me gritó—, pero el asunto no tiene nada de gracioso. Estoy seguro que ha de venir un día —y quizá no esté lejos— en que se asombrará la gente de que haya podido existir una sociedad donde se permitan hechos tan atentatorios contra la tranquilidad pública como el de adornarse el cuerpo de la manera que se les permite a las mujeres para provocar la sensualidad de los hombres. Es lo mismo que poner trampas a lo largo de las vías públicas o en los paseos. ¡No!, es peor. ¿Por qué se prohíben los juegos de azar y no se prohíben las mujeres especialmente ataviadas para excitar a los hombres? Son mil veces más peligrosas.
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